Se suponía que esta entrada iba a ser un recuento del avance del juego. Se suponía que iba a contarles que me demoré un poco más de lo planeado, pero esto no era tan malo porque había encontrado varias cuestiones importantes que debía añadir a la ambientación. Se suponía que iba a decirles que algunas partes del juego se habían complejizado.
Pero después de esta noticia, tengo que dejar todo eso para más adelante.
1916-2013. 96 años, 50 novelas y más de 100 cuentos más tarde, Jack Vance, maestro de maestros, ha partido hacia donde sea que partimos todos, tarde o temprano.
Inútil decir quién era, si uno no ha leído nada de su obra. Yo todavía tengo que leer varias de las más conocidas, como la saga de Lyonesse. Recuerdo que mi hermano tuvo que conseguir el libro fotocopiado, vaya a saber por quién, porque en el país no se conseguía. Eran otras épocas, décadas atrás, y no mucho ha cambiado. Sigue siendo difícil encontrar material suyo, salvo que uno haga lo recomendable y lo lea en inglés, posiblemente comprándolo fuera del país (hablo por Argentina, calculo que es similar en otras partes de Latinoamérica). En castellano, lo que hay está en la ya extinta colección de bolsillo de Ultramar: algunas personas te las cobran a precio de oro.
Sinceramente, no puedo decir que era un adicto a su obra, pero no podía dejar pasar la oportunidad de leer algo suyo. Hace tiempo devoré, en castellano (en la mencionada edición de Ultramar), la saga de la Tierra Moribunda. Cuatro libros (La Tierra Moribunda, Los ojos el Sobremundo, La Saga de Cugel y Rihalto el Maravilloso): cuatro libros de lo más pintorescos, endiabladamente divertidos pero al mismo tiempo cargados de misterio, suspenso y acción.
Allí conocí a Vance en todo su esplendor. La idea de una Tierra casi muerta, con un sol apagándose y la magia brincando de aquí para allá, de la mano de excéntricos magos llenos de trucos en forma de anillos, libros imposibles de leer y recitaciones abstrusas que de repetirse mal podían traer un caos impredecible, me llenó de asombro. No podía dejar de leer.
Justamente por esto a Vance lo conocen, o lo deberían conocer, todos los roleros, ya que es su modelo de magia el utilizado desde tiempo arcanos en todos los manuales de Dungeons & Dragons. La idea es tan delirante como lógica: los conjuros están escritos en un lenguaje tan extraño, tan inhumano, que requiere un enorme esfuerzo aprenderlo. Recordarlos es tan difícil que sólo se pueden aprender un puñado de ellos, y por su propia naturaleza, desaparecen del cerebro del mago luego de ser recitados y utilizados. Es por eso que estos seres tan extraordinarios como estrambóticos deben ponerse a estudiar cada mañana los hechizos que creen le serán más útiles ese día.
Pero no es solamente la magia y Rhialto, el mago protagonista de muchas historias, lo que me atrajo de esta Tierra Moribunda. Es lo que yo doy en llamar el "sentido de la aventura". Tomo por ejemplo a Cugel, otro de los protagonistas de estas historias muchas veces desconectadas entre sí. Cugel no es ni muy astuto, ni muy fuerte, ni muy hábil. Y sin embargo se las arregla para salir adelante. Simplemente ve algo que quiere o necesita y allí se arroja. Cómo resolverá el resto, es algo que verá en el camino.
En esta obra, los personajes son arrastrados por sus sentidos y sus deseos. La narrativa es sencilla pero atrapante: allí donde Cugel encuentra, por azar, una hermosa mujer desnuda, allí tendrá sexo con ella, sin que haya, por otra parte, un exagerado erotismo por parte del autor. La Tierra Moribunda es tremendamente rica en todo tipo de situaciones, excusas y sorpresas: allí aparece un demonio debido a la mala recitación de un hechizo por parte de un mago. Allá, un explorador encuentra a una mujer atrapada en un antiguo aparato de animación suspendida. Por acá, alguien encuentra las ruinas de una civilización tremendamente avanzada, que desapareció de manera enigmática. Ahí, la necedad sumada al deseo terminan en un cómico desastre cuando alguien se apresupara y no medita sus actos.
Y sin embargo, una y otra vez, siendo humillados o convirtiéndose en momentáneos campeones, los protagonistas logran tener éxito y salir airosos. No hay blancos ni negros, porque el héroe puede serlo por casualidad, así como el que falla puede tener la razón en su argumento.
Este mundo complejo me llenó de inspiración. No puedo negar que la idea general detrás de una de mis novelas fueron algunas de las sensaciones y motivos de estos relatos que forman una saga. Hubo también otros autores y otras obras que sirvieron de inspiración, pero la idea de escribir algo en un ambiente tan amoral, tan moribundo, en el que a nadie le importa ya nada porque nadie sabe cuándo se terminará todo, fue muy seductora.
Creo que la mayor contribución que Jack me hizo, desde ese momento, fue no tener vergüenza al escribir. Escribir lo que sea. Venía de leer mucha high fantasy, con buenos buenos y malos malos. Venía de otras historias y de pronto, ¿por qué no podía torturar un poco al protagonista, si eso era lo que necesitaba la historia? ¿Por qué no poner algo más que violencia física? De pronto la fantasía tenía, realmente, infinidad de posibilidades. Y no todas tenían que ser claras y luminosas.
No todo quedó allí: las vueltas de la vida hacen que Aerith tenga su razón de ser en parte por la obra de Vance, y por eso comparto aquí todo esto. Tiempo después, cuando conocí y leí La Sombra del Ayer, me fascinó el hecho de que las Reservas se renovaran cuando los personajes realizaban todo tipo de acciones, algunas de ellas a veces inmorales o autodestructivas, como participar en orgías o drogarse. ¡Todo aquello sucedía en la Tierra Moribunda! Al final del libro, Clinton Nixon menciona el haber tomado las Reservas y su renovación del juego de rol homónimo, situado en la obra de Vance. Eso terminó de convencerme: quería jugar a algo así.
Más recientemente compré un tomo de la mítica colección azul y plata de Hispamérica, que reunía dos de sus novelas cortas: El último castillo (The last castle) y Hombres y dragones (The dragon masters), esta última publicada en agosto de 1962 en la revista Galaxy y ganadora de un premio Hugo a la mejor novela en 1963.
Uno debe "curarse de espantos" con Jack Vance. Sus obras difícilmente son catalogables, y hay que recurrir a decir que son fantasía-ciencia-ficción. En algunas obras, como en la saga de la Tierra Moribunda, hay más fantasía que ciencia. Pero en otras la línea es borrosa, y ambas cosas son magistralmente mostradas como una sola, nueva y reluciente. Algo que muy pocos pueden hacer saliendo impunes.
Estas historias son dos ejemplos de esta línea borrosa tan característica. En El último castillo, existe una sociedad medieval que vive en castillos dotados de aparatos y vehículos futuristas, que son mantenidos por seres insectoides criados para tal fin. Pero de pronto, la rebelión de estos servidores deja a los humanos en un estado de total inacción, ya que tantas décadas de ser servidos los han convertido en unos negados totales para la tecnología y la ciencia. Una sociedad tan anquilosada como inepta y prejuiciosa, con nobles y caballeros que prefieren morir de la manera más inútil antes de perder su orgullo tratando de entender a sus enemigos, se nos despliega frente a los ojos como algo totalmente natural y a la vez sorprendente.
Por otra parte, en Hombres y dragones, Vance también nos mete de cabeza en un mundo de raíz medieval. Pero esta vez la acción es más directa, con nobles que luchan por su territorio ¡con escuadrones de dragones! Es decir, seres modificados a través de una cuidada cruza. Animales que, a su vez, descienden de otros seres, que fueron genéticamente alterados por una curiosa raza de alienígenas para servir a sus fines. ¿Volverán nuevamente estos alienígenas a tratar de esclavizar a los humanos, modificándolos también a ellos?
Esta obra mezcla los dos géneros con una generosidad tan abierta que asombra. Como curiosidad está de nuevo la referencia a Aerith: mientras yo tenía una lista de nombres y fragmentos de nombres para el juego, comienzo a leer esta novela corta y descubro que el planeta en el que tiene lugar se llama Aerlith. Esta era una de las opciones que había anotado, y que rápidamente eliminé para no pisar la obra del maestro. No sé por qué, tal vez para que no pensaran que lo había copiado, pero de pronto perdí interés en ella, y Aerith fue uno de los pocos que quedaron en pie.
Lo dije dos párrafos atrás: Jack Vance siempre te mete de cabeza. Allí donde otros son sutiles y nos presentan sus mundos de manera a veces demasiado misteriosa, o por el contrario, de manera demasiado detallada, Vance se queda en un curioso intermedio. Tal vez tenga que ver con que muchas de sus historias son cuentos largos, o novelas cortas, y no tiene espacio para ser demasiado misterioso. Lo cierto es que su ritmo es prodigioso: te sumerge en situaciones de lo más curiosas (a veces casi extravagantes, como el que una persona entre a su habitación y encuentre un hombre desnudo en oración) con una naturalidad tal que uno no puede menos que seguir leyendo para ver qué diablos va a pasar. La sorpresa del protagonista es la misma que la del lector, y este se siente inmediatamente impulsado a seguir leyendo para saber qué falta por descubrir.
Y lo que descubre es lo inesperado, lo que parece retorcido, pero termina teniendo todo el sentido del mundo. Vance pinta con una brocha especial: a veces uno no entiende cómo va salir de esa situación en la que se ha metido sin dejar algún hueco argumental, pero finalmente lo logra, sin estirar la trama ni los personajes. Y uno se queda allí, dudando entre sentir ganas de estar en ese mundo, o de sentirse agradecido de acceder a esas aventuras desde lejos. Porque los mundos de Vance son de lo más despiadados, pero también, a veces, de lo más divertidos y llenos de aventuras.
Poco más puedo decir. Incluso habiendo leído muy poco de su producción, he quedado prendado de ella. Seguramente habrá algún libro olvidable, o algunos mejores que otros. Pero calculo que el promedio seguirá siendo tan elevado, o incluso más, de lo que he visto.
Jack me queda entonces como un patrono, casi como un padre artístico. No sé por qué siento esto, no sé por qué me conecto así. No termino de comprenderlo y no sé si quiero: es algo visceral. Tolkien me atrae por su carácter único, por su puntillosidad, por su increíble capacidad de producción de material de todo tipo.
Pero Vance es animal de otro habitat: escritor de revistas, estaba en lo pulp, y tal vez lo que me atrae es todo lo contrario: esa efervescencia, esa capacidad de llenar cuartillas de manera magistral, con lo primero o lo segundo que se le vendría a la mente, porque el editor pide el cuento para anteayer. Era un escritor de seudónimo, de esos que sufrieron el tener que esconderse porque la fantasía y la ciencia ficción eran territorios malditos.
Es así que me siento inspirados por estos dos maestros de maestros, que ahora tal vez se encuentren en ese lugar a donde van los que ya no están aquí.
Pero siento que tal vez lo que me atrae más es su condición de irrefrenable constructor de mundos. Tolkien lo hizo soberbiamente, pero sólo creó uno. Jack nos presenta algo nuevo en cada obra, y, con la excepción de unas pocas sagas, como la de Lyonesse y la Tierra Moribunda, estaba "obligado" a darnos algo fresco, novedoso, en cada nueva creación. Y con unas pocas pinceladas de su brocha mágica, lo hacía, sin que nos diéramos cuenta de que aquella aventura mística tenía unas pocas páginas de duración.
Vance siempre nos introduce en mundos complejos, amorales. Mundos en donde los personajes no pueden salir indemnes sino arriesgan todo y pierden algo, incluyendo su inocencia y su dignidad. En ese sentido, lo poco de él que he leído me ha inspirado directamente a encarar el mundo de Aerith tal como es ahora: difícil de transitar, llenos de bajezas, crueldades y esperanzas escondidas en el barro. Un mundo quebrado, que no está moribundo pero ha soportado varias "casi muertes" y que ahora está tratando de sobrevivir de la mejor manera. Un mundo en donde los personajes no van a tenerla sencilla para salir airosos, incluso para encontrar lo mínimo para poder sobrevivir y ser felices.
Después de inspirarme tanto en algo tan importante para mí, lo menos que puedo hacer es rendirle un sentido homenaje para despedirlo como es debido.
Jack Vance nos deja con 96 años. Murió durmiendo, y de pronto, viendo su prolífica obra, no puedo menos que sentir una sana envidia. Así me gustaría irme yo también, Jack. Soñando con qué escribir el día de mañana.
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